Episodio 5:

5. El último día en El Embrujo

El joven conductor sacudió las riendas de su carruaje y enseguida aceleró el trote de los dos caballos de su carreta, remontando uno de los agrestes caminos laterales para llegar a Arboris, esos que habían quedado prácticamente en desuso hacía décadas atrás, con la construcción del ferrocarril que conectaba los diversos puntos de la geografía de Sortes.

Esos caminos de piedra, casi invisibles, bajo la espesa capa de vegetación que se los había tomado, eran la única forma de llegar a Arboris sin llamar la atención. Sobre todo, cuando los pasajeros no venían del interior de la isla, sino que habían cruzado el portal y, en lugar de caminar por el puente o desembarcar desde el ferry en el muelle principal, habían recalado en una de los pequeñas playas desperdigadas entre acantilados y roqueríos, por toda la costa principal.

El cochero estaba acostumbrado a recorrer grandes distancias con su carreta para trasladar enormes calabazas y costales llenos de granos. Sin embargo, nunca antes lo había hecho con personas… pero fuese como fuese, era un favor que le había pedido el señor Ballsels, y jamás le habría negado un favor a él. Por eso, no dijo palabra al ver a la familia que descendía del ferry de Salvatore Sennio en ese terreno agreste y deshabitado, pese a reconocerlos de inmediato.

Luego de un par de horas de recorrido, estaban a punto de llegar a la capital de Sortes. Una vez ahí, la seguridad de la familia Della Calabazza ya no dependía de él.

 

Una pequeña mano se asomó por un hueco del improvisado toldo que cubría a la familia Della Callabaza.

—Las nubes son negras —balbuceó el pequeño Ludovico.

Todos iban sentados sobre la caja de la rústica carreta. Sobre sus cabezas había un tosco toldo azul que impedía que fueran vistos. Pascual observó la cercanía de las nubes a través del hueco que señalaba Ludovico. Los habitantes de Sortes habían aprendido que mientras más descendieran los oscuros nubarrones, peor sería la tempestad. Pascual tomó a Lu de la mano y lo acercó hacia él para evitar llamar la atención en el exterior.

Estelina, cuyo rostro reflejaba una honesta preocupación, cargaba en brazos a una recién nacida Rosamunda, envuelta en una manta. Pascualina, rodeaba con su brazo a la pequeña Aldonza, cuyo rostro hinchado daba a entender que había llorado recientemente. De vez en cuando miraba desconcertada cómo se arrugaba la punta de su preciado sombrero azul por el roce del toldo sobre su cabeza.

Siguiendo con discreción al vehículo que transportaba a su protegida, volaba Ramiro, a una distancia prudente de la carreta. Las furiosas corrientes de viento en contra dificultaban que pudiera planear con normalidad, pero su voluntad era más fuerte.

—¿Papá, no podemos ir más rápido? —susurró Pascualina con la dulce voz que tiene una jovencita de doce años, pero con un apuro digno de llamar la atención.

—Estamos por llegar hija, ten paciencia —le respondió su padre.

A Pascualina se le descompuso la cara. En su pecho podía sentir el dolor de su abuelo, cuyo cuerpo comenzaba a apagarse como el cabo de una vela que está por consumirse.

El galope de los caballos volvió a inundarlo todo. En el fondo Pascual sabía que no podía pedir que se acelerara más el paso: eso atraería la mirada de más de algún curioso y Salvatore Sennio les había advertido que la noticia de que la familia Della Calabazza vendría a Sortes para presentar a Rosamunda se había esparcido como pólvora, y el descontento por el prolongado exilio de los ibridas y algunos de sus padres había estallado en las calles de Arboris, a las puertas del Árbol Padre.

De no ser por la insistencia de Pascualina, que aseguraba que su abuelo Norilio se encontraba muy mal de ánimo y de salud, Pascual no habría regresado a las tierras de los fundadores para cumplir con la tradición de presentar a Rosamunda, su última hija. La crisis que había comenzado años atrás con el exilio de los ibridas estaba alcanzando niveles de violencia inusitados en la otrora pacífica sociedad y tener que entrar de incógnitos en una carreta preparada por Themistocles Ballsels era la prueba de que ellos eran el foco de esa violencia.

Lamento interrumpir tu lectura… 😕 🦉 Si ya eres parte de la comunidad 😃 puedes entrar 👉🏻 AQUI para leer el artículo completo. Si aún no te has suscrito y quieres leer la saga completa puedes hacer click 👉🏻 AQUI para suscribirte ahora. SUSCRIBIENDOTE A MI SITIO TENDRAS: ⭐️ Acceso ilimitado a mi saga "Los Viajes Secretos de Pascualina" en la sección Historias (Temporada 1 disponible en audio también) ⭐️ Acceso ilimitado a todas mis entradas de Blog. ⭐️ 30% de descuento en la Agenda Pascualina 2023, Get it Your Way (Solo 1 unidad al año)

El joven conductor sacudió las riendas de su carruaje y enseguida aceleró el trote de los dos caballos de su carreta, remontando uno de los agrestes caminos laterales para llegar a Arboris, esos que habían quedado prácticamente en desuso hacía décadas atrás, con la construcción del ferrocarril que conectaba los diversos puntos de la geografía de Sortes.

Esos caminos de piedra, casi invisibles, bajo la espesa capa de vegetación que se los había tomado, eran la única forma de llegar a Arboris sin llamar la atención. Sobre todo, cuando los pasajeros no venían del interior de la isla, sino que habían cruzado el portal y, en lugar de caminar por el puente o desembarcar desde el ferry en el muelle principal, habían recalado en una de los pequeñas playas desperdigadas entre acantilados y roqueríos, por toda la costa principal.

El cochero estaba acostumbrado a recorrer grandes distancias con su carreta para trasladar enormes calabazas y costales llenos de granos. Sin embargo, nunca antes lo había hecho con personas… pero fuese como fuese, era un favor que le había pedido el señor Ballsels, y jamás le habría negado un favor a él. Por eso, no dijo palabra al ver a la familia que descendía del ferry de Salvatore Sennio en ese terreno agreste y deshabitado, pese a reconocerlos de inmediato.

Luego de un par de horas de recorrido, estaban a punto de llegar a la capital de Sortes. Una vez ahí, la seguridad de la familia Della Calabazza ya no dependía de él.

 

Una pequeña mano se asomó por un hueco del improvisado toldo que cubría a la familia Della Callabaza.

—Las nubes son negras —balbuceó el pequeño Ludovico.

Todos iban sentados sobre la caja de la rústica carreta. Sobre sus cabezas había un tosco toldo azul que impedía que fueran vistos. Pascual observó la cercanía de las nubes a través del hueco que señalaba Ludovico. Los habitantes de Sortes habían aprendido que mientras más descendieran los oscuros nubarrones, peor sería la tempestad. Pascual tomó a Lu de la mano y lo acercó hacia él para evitar llamar la atención en el exterior.

Estelina, cuyo rostro reflejaba una honesta preocupación, cargaba en brazos a una recién nacida Rosamunda, envuelta en una manta. Pascualina, rodeaba con su brazo a la pequeña Aldonza, cuyo rostro hinchado daba a entender que había llorado recientemente. De vez en cuando miraba desconcertada cómo se arrugaba la punta de su preciado sombrero azul por el roce del toldo sobre su cabeza.

Siguiendo con discreción al vehículo que transportaba a su protegida, volaba Ramiro, a una distancia prudente de la carreta. Las furiosas corrientes de viento en contra dificultaban que pudiera planear con normalidad, pero su voluntad era más fuerte.

—¿Papá, no podemos ir más rápido? —susurró Pascualina con la dulce voz que tiene una jovencita de doce años, pero con un apuro digno de llamar la atención.

—Estamos por llegar hija, ten paciencia —le respondió su padre.

A Pascualina se le descompuso la cara. En su pecho podía sentir el dolor de su abuelo, cuyo cuerpo comenzaba a apagarse como el cabo de una vela que está por consumirse.

El galope de los caballos volvió a inundarlo todo. En el fondo Pascual sabía que no podía pedir que se acelerara más el paso: eso atraería la mirada de más de algún curioso y Salvatore Sennio les había advertido que la noticia de que la familia Della Calabazza vendría a Sortes para presentar a Rosamunda se había esparcido como pólvora, y el descontento por el prolongado exilio de los ibridas y algunos de sus padres había estallado en las calles de Arboris, a las puertas del Árbol Padre.

De no ser por la insistencia de Pascualina, que aseguraba que su abuelo Norilio se encontraba muy mal de ánimo y de salud, Pascual no habría regresado a las tierras de los fundadores para cumplir con la tradición de presentar a Rosamunda, su última hija. La crisis que había comenzado años atrás con el exilio de los ibridas estaba alcanzando niveles de violencia inusitados en la otrora pacífica sociedad y tener que entrar de incógnitos en una carreta preparada por Themistocles Ballsels era la prueba de que ellos eran el foco de esa violencia.

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