Episodio 4:

4. El cónclave

En la cocina de Oma Donza, Klaire revolvía la taza de té con un gesto automático. La infusión se había enfriado hacia un buen rato, pero ella estaba tan absorta en sus pensamientos que no advirtió la presencia de Pascualina.

La joven se acercó hacia uno de los gabinetes superiores de donde sacó la cafetera metálica que comenzó a llenar con agua y café antes de ponerla sobre el fuego. La noche sería larga y necesitaba algo que le despejara el cansancio. Y la tristeza. Si eso era posible.

—Lamento lo de Henrí —le dijo Pascualina con una sonrisa que no sirvió para disimular la desesperanza que llevaba encima.

—Francisco —respondió Klaire con una palabra que no quiso ser brusca, pero que a Pascualina le avivó los miedos que iban agarrotándola por dentro.

—Francisco, sí… —corrigió, desviando la mirada hacia la cafetera—. Aldonza ya me contó todo acerca de su doble identidad.

—Pascua, yo tampoco sabía nada de lo que ocurría cuando nos conocimos en Lichtenstein —se sintió obligada a decir.

Pascualina la interrumpió con un gesto de su mano.

—¿Cómo sigue tu hermana Katherine? ¿Aún está en coma?

—Sí. Está hospitalizada en San Petersburgo —respondió Klaire—. Pero ahora sé que su condición médica es la enfermedad ibrida y no otra cosa.

La joven bebió un sorbo de té.

—Antes sólo podía conectarme con ella en sueños, ¿lo recuerdas? Pero ahora realmente puedo hacer algo por ella. Todo este plan que ha elaborado tu padre para salvarnos a nosotros, los ibridas. Estoy muy agradecida de todo lo que él ha hecho por ayudarnos.

 

La figura de su padre, alto y esbelto, con su abrigo negro abotonado, le hizo sentir a Pascualina una desoladora angustia en el pecho, pero apagó dentro esa emoción antes de que se desbordara. Estaba cansada de tener el alma a medio filo entre la tristeza y el desaliento. Además, seguir en acción en medio del luto de su madre era una empresa más que compleja para ella y sus hermanos.

—¿Qué pasa, Pascua? —le preguntó Klaire, al verla tan abatida.

—Nada —respondió ella.

—Vamos, te conozco —insistió su amiga—, eres una ibrida como yo, y nada de lo que sentimos es indiferente.

Pascualina la miró, sorprendida por sus palabras. “Nada de lo que sentimos es indiferente”. Nunca lo había visto de esa manera, pero era cierto. Muy cierto.

—¿Quieres saber realmente lo que siento? —le dijo Pascualina con un asomo de rabia en sus palabras, mientras se acercaba buscando la mirada de Klaire—. Lo que siento es que todos ustedes saben de qué se trata todo esto menos yo. Ustedes llevan años preparándose para este momento, hablan de mentis y de cordis, de fundadores y de comunes, de Sortes, de un tirano y de una insurgencia. ¡Todos ustedes sabían que tenían poderes! Y…

 

Pascualina hizo una pausa. Le costaba verbalizar lo que quería decir. Finalmente, logró sacar la voz para hacerlo.

—Y todo esto es demasiado grande, y yo…. yo no estoy preparada para enfrentarlo.

—¡Pascua, qué dices! —respondió Klaire—. Tú eres una pieza fundamental en todo esto. Yo nunca estuve de acuerdo con que te dejaran fuera. Pero ya ves, las circunstancias te han traído hasta acá de todas maneras.

—¿Con las circunstancias te refieres a la muerte de mi madre? ¿O a la desaparición de mi padre?

La ironía no le sentaba bien, pero Klaire hizo caso omiso.

—Pascua, tú me enseñaste que el dolor es inevitable en nuestras vidas y que nuestra misión es encontrarle un sentido.

—¿Qué sentido puede haber en exponernos a todo esto? Hemos perdido a Francisco, a Oma Donza, mi madre está muerta, y lo de Ludovico, ayer….

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En la cocina de Oma Donza, Klaire revolvía la taza de té con un gesto automático. La infusión se había enfriado hacia un buen rato, pero ella estaba tan absorta en sus pensamientos que no advirtió la presencia de Pascualina.

La joven se acercó hacia uno de los gabinetes superiores de donde sacó la cafetera metálica que comenzó a llenar con agua y café antes de ponerla sobre el fuego. La noche sería larga y necesitaba algo que le despejara el cansancio. Y la tristeza. Si eso era posible.

—Lamento lo de Henrí —le dijo Pascualina con una sonrisa que no sirvió para disimular la desesperanza que llevaba encima.

—Francisco —respondió Klaire con una palabra que no quiso ser brusca, pero que a Pascualina le avivó los miedos que iban agarrotándola por dentro.

—Francisco, sí… —corrigió, desviando la mirada hacia la cafetera—. Aldonza ya me contó todo acerca de su doble identidad.

—Pascua, yo tampoco sabía nada de lo que ocurría cuando nos conocimos en Lichtenstein —se sintió obligada a decir.

Pascualina la interrumpió con un gesto de su mano.

—¿Cómo sigue tu hermana Katherine? ¿Aún está en coma?

—Sí. Está hospitalizada en San Petersburgo —respondió Klaire—. Pero ahora sé que su condición médica es la enfermedad ibrida y no otra cosa.

La joven bebió un sorbo de té.

—Antes sólo podía conectarme con ella en sueños, ¿lo recuerdas? Pero ahora realmente puedo hacer algo por ella. Todo este plan que ha elaborado tu padre para salvarnos a nosotros, los ibridas. Estoy muy agradecida de todo lo que él ha hecho por ayudarnos.

 

La figura de su padre, alto y esbelto, con su abrigo negro abotonado, le hizo sentir a Pascualina una desoladora angustia en el pecho, pero apagó dentro esa emoción antes de que se desbordara. Estaba cansada de tener el alma a medio filo entre la tristeza y el desaliento. Además, seguir en acción en medio del luto de su madre era una empresa más que compleja para ella y sus hermanos.

—¿Qué pasa, Pascua? —le preguntó Klaire, al verla tan abatida.

—Nada —respondió ella.

—Vamos, te conozco —insistió su amiga—, eres una ibrida como yo, y nada de lo que sentimos es indiferente.

Pascualina la miró, sorprendida por sus palabras. “Nada de lo que sentimos es indiferente”. Nunca lo había visto de esa manera, pero era cierto. Muy cierto.

—¿Quieres saber realmente lo que siento? —le dijo Pascualina con un asomo de rabia en sus palabras, mientras se acercaba buscando la mirada de Klaire—. Lo que siento es que todos ustedes saben de qué se trata todo esto menos yo. Ustedes llevan años preparándose para este momento, hablan de mentis y de cordis, de fundadores y de comunes, de Sortes, de un tirano y de una insurgencia. ¡Todos ustedes sabían que tenían poderes! Y…

 

Pascualina hizo una pausa. Le costaba verbalizar lo que quería decir. Finalmente, logró sacar la voz para hacerlo.

—Y todo esto es demasiado grande, y yo…. yo no estoy preparada para enfrentarlo.

—¡Pascua, qué dices! —respondió Klaire—. Tú eres una pieza fundamental en todo esto. Yo nunca estuve de acuerdo con que te dejaran fuera. Pero ya ves, las circunstancias te han traído hasta acá de todas maneras.

—¿Con las circunstancias te refieres a la muerte de mi madre? ¿O a la desaparición de mi padre?

La ironía no le sentaba bien, pero Klaire hizo caso omiso.

—Pascua, tú me enseñaste que el dolor es inevitable en nuestras vidas y que nuestra misión es encontrarle un sentido.

—¿Qué sentido puede haber en exponernos a todo esto? Hemos perdido a Francisco, a Oma Donza, mi madre está muerta, y lo de Ludovico, ayer….

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