Episodio 4:

4. La Conjura de los Insurgentes

Eran las 20:15 horas y el tren estaba por llegar al cruce. Una vez ahí, forzosamente debía detenerse.

No era común ver a Custos Beschermen, el guardián del portal de entrada a Sortes en Brujas, en el interior de la gran isla, pero aquella situación especial lo ameritaba, debía ser cauto y regresar cuanto antes.

Sentado en su asiento, intentaba pasar desapercibido, ocultando su rostro bajo el ala del sombrero y el cuello de su capa.

Transcurridos unos segundos el tren, efectivamente, comenzó a frenar.

Los ojos de Custos brillaron al fijar su objetivo a través de la ventana. Se incorporó y caminó hasta llegar a la puerta de salida, la que comenzó a examinar con cierta premura.

Sabía que tenía un minuto exacto antes de que el tren se pusiera en marcha de nuevo.

A lo lejos, su vecina de asiento no le quitaba la vista de encima. Intrigada por el extraño comportamiento que Custos había manifestado durante el trayecto, la mujer consideró oportuno avisar a un joven auxiliar que se encontraba cerca de ella. Si bien la seguridad no era un tema del que solían preocuparse en Sortes, las cosas se habían puesto raras desde el regreso de Pascual Della Calabazza, una noticia que había corrido como la pólvora.

Custos, encorvado sobre las bisagras, analizaba el funcionamiento de aquella puerta metálica. El conocimiento que tenía del mecanismo que abría el portal de Brujas, hacía que cualquier otro engranaje fuera pan comido para él.

—Disculpe, señor…

Custos estaba tan concentrado en lo suyo que no había visto venir al chico, sobresaltándose al encontrarse con los ojos del operario. Desde el ángulo del joven, aquel hombre parecía un despistado anciano con joroba intentando salir del vagón.

—No era mi intención asustarlo, señor —agregó rápidamente el auxiliar, con el tono condescendiente que utiliza un joven al hablar con un anciano confundido—. Quería informarle que aún no llegamos a la estación de destino, el tren solo ha parado momentáneamente para dejar pasar un tren de carga. La puerta no se abrirá hasta dentro de treinta minutos.

Hubo una pausa incómoda en la que Custos comprendió lo que estaba sucediendo. El joven no lo había reconocido como el regente del portal, así que aprovechando el juego se mantuvo encorvado.

—Gracias, joven. A esta edad la cabeza comienza a gastarle a uno algunas jugarretas.

—No se preocupe. Lo acompaño a su lugar.

Ambos caminaron lentamente hacia el mismo asiento que ocupaba antes, junto a la señora que lo había delatado. Pero antes de sentarse, Custos le hizo una última petición:

—Joven, ¿será posible que me facilite un vaso con agua? Me siento un poco mareado.

Sin más, el joven se retiró, entró a la cocineta —que no estaba más allá de diez pasos— y sirvió el agua. Al regresar, se encontró con el asiento vacío, y a la mujer que señalaba con su dedo tembloroso hacia el pasillo. La puerta de salida de los pasajeros estaba entreabierta.

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No era común ver a Custos Beschermen, el guardián del portal de entrada a Sortes en Brujas, en el interior de la gran isla, pero aquella situación especial lo ameritaba, debía ser cauto y regresar cuanto antes.

Sentado en su asiento, intentaba pasar desapercibido, ocultando su rostro bajo el ala del sombrero y el cuello de su capa.

Transcurridos unos segundos el tren, efectivamente, comenzó a frenar.

Los ojos de Custos brillaron al fijar su objetivo a través de la ventana. Se incorporó y caminó hasta llegar a la puerta de salida, la que comenzó a examinar con cierta premura.

Sabía que tenía un minuto exacto antes de que el tren se pusiera en marcha de nuevo.

A lo lejos, su vecina de asiento no le quitaba la vista de encima. Intrigada por el extraño comportamiento que Custos había manifestado durante el trayecto, la mujer consideró oportuno avisar a un joven auxiliar que se encontraba cerca de ella. Si bien la seguridad no era un tema del que solían preocuparse en Sortes, las cosas se habían puesto raras desde el regreso de Pascual Della Calabazza, una noticia que había corrido como la pólvora.

Custos, encorvado sobre las bisagras, analizaba el funcionamiento de aquella puerta metálica. El conocimiento que tenía del mecanismo que abría el portal de Brujas, hacía que cualquier otro engranaje fuera pan comido para él.

—Disculpe, señor…

Custos estaba tan concentrado en lo suyo que no había visto venir al chico, sobresaltándose al encontrarse con los ojos del operario. Desde el ángulo del joven, aquel hombre parecía un despistado anciano con joroba intentando salir del vagón.

—No era mi intención asustarlo, señor —agregó rápidamente el auxiliar, con el tono condescendiente que utiliza un joven al hablar con un anciano confundido—. Quería informarle que aún no llegamos a la estación de destino, el tren solo ha parado momentáneamente para dejar pasar un tren de carga. La puerta no se abrirá hasta dentro de treinta minutos.

Hubo una pausa incómoda en la que Custos comprendió lo que estaba sucediendo. El joven no lo había reconocido como el regente del portal, así que aprovechando el juego se mantuvo encorvado.

—Gracias, joven. A esta edad la cabeza comienza a gastarle a uno algunas jugarretas.

—No se preocupe. Lo acompaño a su lugar.

Ambos caminaron lentamente hacia el mismo asiento que ocupaba antes, junto a la señora que lo había delatado. Pero antes de sentarse, Custos le hizo una última petición:

—Joven, ¿será posible que me facilite un vaso con agua? Me siento un poco mareado.

Sin más, el joven se retiró, entró a la cocineta —que no estaba más allá de diez pasos— y sirvió el agua. Al regresar, se encontró con el asiento vacío, y a la mujer que señalaba con su dedo tembloroso hacia el pasillo. La puerta de salida de los pasajeros estaba entreabierta.

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